viernes, 26 de octubre de 2007

MEMORIAS DEL VIENTO

Esta tierra, que mira desde el sur a la esperanza tiene en cada uno de nosotros una pequeña historia. Este continente de silencios doblegados se nos trepa a la sombra en atardeceres de bronce y fuego, se nos sube a los ojos con sus cielos limpios y a la piel con todos sus duendes fecundados.
Patagonia es el rumbo de los sueños. Llegamos a ella con las manos y el alma vacías, secas, calladas. De a poco, de a tragos, como una invasión de vientos alucinados, penetrantes, nos llega la palabra y se cae hacia adentro de los labios para volverse canto.
El canto del viento y sus memorias –dirán algunos.Y uno, de asombro en asombro, de viento en viento, se torna testigo de nuevas anunciaciones, de historias contadas en noches de lluvia, en el polvo de los picaderos, polen luminoso de las soledades. Y uno, que rastro a rastro se adentra en los soles del verano ventoso, empolla el mismo silencio vertebrado que habitó el parto de la primera luna.
El tiempo andaba por los cañadones. Un hombre. Sólo un hombre y tanto paisaje. Una dilatada agonía de páramo memorizando viejas lluvias. Era la nueva tierra. La tierra de uno repite la sangre mientras el viento sonaba su áspera flauta. Y uno se va quedando, de a poco, perezosamente, casi sin darse cuenta. Luego, también de a sorbos viene llegando el milagro. Una enredadera carnosa, trepadora que se mete en el centro mismo de la ternura y se nos cae como un golpe de barro por las sienes. Hay en este alumbramiento una gran nostalgia y un pequeño viento muerto aleteando en los ojos.
Es tiempo pues, de mirar la noche tiznando las paredes de los ranchos de gente solitaria y esa luna redonda como un pan recién salido de la tierra, arrugándose en el agua de la laguna. Ahora es tiempo de largos caminos, estiradas distancias, dilatadas extensiones. Pero ya no se está solo, aunque el viento de arena siga sacudiendo los coirones* de los peladeros. Aunque la misma luna salitrosa de los esquiladores, de los puesteros, de arrieros penitentes, siga saliendo con su aureola de sangre antigua.
Ya no se está solo. Un ejército de muertes viejas, polvosas, enterradas, nos sube a la memoria, a los huesos, a la palabra, y anda repitiendo los viejos nombres y apellidos, rameando* sus historias. ¡Comer el calafate* nativo es, digo, una gran farsa!. Esta tierra, mitad sueño, mitad desesperanza, que amamanta sus amaneceres de fragua con aborígenes senos, con gredosas savias, es una antigua y gastada palabra. El centro mismo de la espera; el rincón más tembloroso de la nostalgia.
¡Ven forastero, arrímate. Que el viento olfatee tus manos, que tal vez, cuando llegue septiembre con sus polvaredas, ya conozcan tu nombre!.

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